Hay algo en el cuerpo que se despliega cada mes y sin embargo, pocas veces se nombra. En muchos entornos laborales, la menstruación todavía habita la zona del tabú moderno: se sobreentiende, se esquiva, se disimula. Lo curioso es que, a pesar de su aparente invisibilidad, nunca deja de estar presente. Aunque no se mencione, aunque no se vea, aunque no se hable de ello en voz alta.
Las oficinas, los talleres, los comercios y hasta los espacios más progresistas suelen no contemplar del todo lo que implica trabajar con el cuerpo alterado por el ciclo menstrual. Y no se trata de dramatizar ni de convertirlo en excusa. Se trata de preguntarse, honestamente, qué pasa cuando el malestar físico se vuelve parte del paisaje y aun así se espera el mismo rendimiento, la misma actitud, la misma disponibilidad de siempre.
Dolor que se calla, síntomas que se esconden
Una reunión importante, un cliente difícil, un cierre urgente. En ese escenario habitual, hay cuerpos que están sosteniendo más de lo que muestran. Algunas mujeres llegan al trabajo después de no haber dormido por los calambres, otras se conectan a la videollamada con una bolsa térmica fuera de cámara. Algunas prefieren no hablar, otras temen que hablar implique quedar marcadas como menos capaces.
Y entonces, recurrir a lo que alivie, lo más rápido posible. Para algunas, eso significa tomar pastillas para el dolor menstrual fuerte sin decir una palabra, apretando los dientes mientras esperan que el efecto aparezca. Para otras, implica poner el cuerpo a funcionar como si nada, porque el espacio laboral rara vez ofrece otra opción. Lo cierto es que, en muchos casos, no es que se minimice el dolor: es que no hay margen para mostrarlo.
Licencias tácitas, permisos que no existen
En los países donde existe la posibilidad de una licencia por menstruación, las cifras de uso son sorprendentemente bajas. Y no por falta de necesidad. El estigma sigue pesando tanto que muchas prefieren no usar ese derecho si implica dar explicaciones. Porque todavía hay miradas que interpretan esos días como un privilegio, un capricho o una falta de profesionalismo.
En España, donde aún no está socialmente normalizado el uso de estas licencias, la escena se repite en clave silenciosa: pedidos de días personales, excusas inventadas, cambios de turno. Lo importante es no decir por qué. Y así, se perpetúa la idea de que menstruar es algo que hay que resolver por fuera del horario laboral, como si fuese un tema personal, algo que no debiera “afectar” al rendimiento ni a la planificación general.
¿Se puede trabajar bien con dolor?
Una pregunta que pocas veces se formula en voz alta. No porque no se sepa la respuesta, sino porque incomoda reconocer lo obvio: que hay días en los que rendir cuesta más. Pero si se admitiera eso, ¿no habría que revisar también los modelos de productividad que exigen funcionar igual todos los días del mes?
La normalización del dolor menstrual como parte del “ser mujer” también impacta en el trabajo. Está tan arraigada que muchas ni se lo cuestionan. Se sigue adelante, se toma lo que sea necesario, se respira hondo y se entrega lo que se espera. Como si el cuerpo no estuviera avisando que algo necesita ser escuchado.
Y ahí aparece una paradoja: mientras se multiplica la conversación sobre salud mental y autocuidado, poco se habla sobre cómo el malestar físico recurrente, si es invisibilizado sistemáticamente, también erosiona el ánimo, la energía y la concentración.
Reuniones sin pausas, cuerpos sin tregua
El contexto laboral contemporáneo está marcado por agendas saturadas, tiempos medidos al minuto y una conexión permanente. En ese paisaje, la menstruación queda relegada a un lugar incómodo: molesta porque interrumpe. Y si algo interrumpe, se percibe como improductivo.
Pero, ¿qué pasaría si en lugar de exigir que el cuerpo se adapte al ritmo, el ritmo pudiera ajustarse aunque sea levemente al cuerpo? No se trata de pedir días libres cada mes, ni de esperar que toda la estructura se modifique por completo. A veces, pequeños gestos marcan una diferencia: permitir pausas reales, no exigir presencialidad constante, revisar las políticas internas con perspectiva de género real y no solo declarativa.
De lo colectivo a lo íntimo
Menstruar en el trabajo no es solo una cuestión individual. Es una experiencia compartida que se vive en solitario por falta de espacios para hablarla sin vergüenza ni sobreexplicación. Aún hoy, muchas mujeres se pasan tampones como si fueran contrabando, esconden toallas en la manga o cronometran visitas al baño para no “dar la nota”.
Y sin embargo, cuando se genera el clima adecuado, muchas se animan a contar historias similares: la vez que tuvieron que seguir en una reunión con náuseas, la ocasión en que mancharon la silla de la oficina y se quedaron hasta tarde para limpiarla sin que nadie viera, el momento en que prefirieron irse antes pero se quedaron para no quedar “mal”.
Esas experiencias no son aisladas ni exageradas. Son parte de una realidad que se sostiene por el silencio compartido y que podría cambiar si se habilitara el espacio para decir lo que hoy todavía se calla.
Un tema del que nadie debería dar explicaciones
La menstruación no es un problema, pero muchas veces se convierte en uno cuando se la obliga a ocultarse. No se trata de convertirla en excusa ni de usarla como comodín, pero sí de empezar a nombrarla sin vergüenza. Porque si no se nombra, no existe. Y si no existe, no se contempla.
Hay empresas que están comenzando a implementar medidas reales: días de licencia justificada, espacios de descanso más accesibles, formación en gestión menstrual para líderes de equipo. Pero todavía son excepciones. Mientras tanto, la mayoría sigue funcionando bajo una lógica que exige rendir igual, sentir menos y disimular más.
Cuando nombrarlo ya es un alivio
Hablar de menstruar en el trabajo no resuelve el dolor, pero alivia otro tipo de malestar: el de sentirse sola en una experiencia que atraviesa a millones de mujeres todos los meses. Nombrarlo, sin rodeos ni justificaciones, puede abrir una conversación que no solo tiene que ver con el cuerpo, sino también con cómo pensamos el trabajo, el tiempo, la productividad y el cuidado.
Quizás no se trate de armar grandes reformas, sino de permitirnos registrar lo que incomoda, lo que se oculta, lo que nunca se pone sobre la mesa. Y a partir de ahí, empezar a hacer preguntas. Porque a veces, eso también es un acto de transformación.